Por Javier García Blanco | Arte secreto.
No
hay duda de que el cine y la literatura han contribuido a crear una
imagen un tanto idílica y amable de los ladrones de arte, a quienes
solemos imaginar como cultos y seductores rufianes cuyos delitos resultan inofensivos y, casi, hasta admirables.
Por norma general, ficción y realidad suelen coincidir pocas veces pero, por extraño que parezca, ésta es una de ellas.
William Petty, nuestro protagonista, vino al mundo en 1587 en una familia humilde de campesinos del condado de Westmorland,
en la entonces peligrosa zona fronteriza entre Inglaterra y Escocia.
Desde joven mostró un gran interés por los estudios y la antigüedad
—le gustaba escarbar en los alrededores del muro de Adriano en busca de
piezas antiguas— y, no sin esfuerzo, logró ingresar en la prestigiosa
Universidad de Cambridge, donde no sólo estudio latín, matemáticas e historia, sino que se convirtió en reverendo de la fe anglicana.
Durante algún tiempo —aunque escaso— llegó a ejercer sus funciones
religiosas en la localidad de Beverly, en Yorkshire, pero sus ansias de
conocimiento y aventuras no tardaron en llevarlo lejos de allí. Mucho
más de lo que nunca había imaginado.
Fue así como en 1613 entró al servicio, como preceptor, de la poderosa familia Arundel. El conde,
Thomas Howard, no tardó en darse cuenta de las excelentes aptitudes intelectuales de aquel joven religioso.
Se daba la circunstancia de que Thomas Howard, 21º conde de Arundel,
era uno de los mayores coleccionistas de arte de toda Inglaterra.
Una actividad que ejercía no sólo por su innegable gusto artístico,
sino como medio de prestigio social y como forma de competir con su
enemigo, el conde de Buckingham.
Así pues, Arundel "adiestró" a Petty para que desarrollara un
refinado gusto artístico, con la finalidad de que trabajara para él como
"agente de arte", un eufemismo para definir lo que en realidad no era
sino una "cacería" de pinturas, esculturas y todo tipo de antigüedades.
El primer destino de Petty como agente de Arundel fue Italia, y no
tardó en hacerse con una gran reputación, aunque no siempre positiva,
claro.
William Petty se convirtió pronto en un asiduo visitante de los más
famosos burdeles, ya fuera en Roma o en Venecia. Y tampoco hacía ascos a
las casas de juego, preferiblemente aquellas frecuentadas por miembros
de la aristocracia.
Era en estos últimos establecimientos donde, gracias a su astucia,
desplumaba a gran parte de los ricos hombres del momento, siempre
escogiendo cuidadosamente a quienes poseían importantes colecciones de
arte.
Cuando estos nobles quedaban arruinados, Petty se presentaba de noche
en sus casas, embozado por una máscara o una capucha, y les ofrecía un
"justo" trato:
él compraría sus valiosas obras de arte, y de ese
modo evitaban la vergüenza de que sus iguales supieran que lo habían
perdido todo.
Lógicamente, Petty ofrecía cPEn todos esos lugares rastreó, excavó y compró piezas antiguas,
muchas de ellas bellos mármoles clásicos que hoy forman parte de lo que
se conocen como los
"mármoles de Arundel", conservados en el
Ashmolean Museum de Oxford.
A su vuelta a Europa William Petty fue enviado de nuevo a Italia
siguiendo órdenes de su señor. Por espacio de cinco años, y hasta casi
el momento de su muerte en 1639,
siguió practicando lo que mejor sabía hacer: ampliar la colección artística del conde de Arundel. A cualquier precio.
Gracias a su astucia, su audacia y su poder de persuasión, Petty
consiguió para el conde una buena colección de pinturas de Veronés, Giorgione y Tiziano —de este último destacan, por ejemplo, 'El escarnio de Cristo' o 'El castigo de Marsias'—, y otras muchas piezas antiguas.
Suyo fue, por ejemplo, el mérito de
"descubrir" el célebre obelisco de la Piazza Navona de Roma,
que languidecía olvidado junto a la Via Appia. Cuando ya estaba
preparándolo todo para llevárselo a Londres, el pontífice descubrió sus
movimientos y ordenó que lo requisaran.
La muerte alcanzó al reverendo William Petty en 1639, mientras estaba
en la tierra que le vio nacer, en el mismo lugar del que había partido
en busca de aventuras.
En su testamento establecía que sus escasas riquezas fueran repartidas entre los pobres del pueblo.
No en vano, Petty nunca quiso riquezas ni fama —de hecho cayó pronto
en el olvido, atribuyéndose a su patrón buena parte de sus logros—.
Siempre tuvo más que suficiente con disfrutar de los placeres de la vida
y vivir mil y una aventuras.
ara evitar el temible castigo, Petty ofrecía una rápida solución: se
harían falsificaciones de las pinturas, sustituyendo a las originales
para que nadie notara su desaparición.
Esta práctica ha generado en los últimos tiempos no pocos quebraderos
de cabeza a los especialistas en arte, pues algunas de estas
falsificaciones tenían tanta calidad y se realizaron en fechas tan
próximas a las originales que muchas veces supone un gran esfuerzo cuál
de ellas es la auténtica.
Después de romper corazones y saquear colecciones de arte tras su
paso por buena parte de Italia, el conde de Arundel le encomendó una
misión aún más peligrosa: viajar al este, hasta los dominios del Imperio
Otomano, y conseguir para él antigüedades de la Grecia clásica.
Aquella tarea habría acobardado a muchos, pues que un cristiano se
adentrara en los territorios dominados por los turcos —y en especial con
intención de llevarse riquezas—,
era casi una garantía de acabar muerto o convertido en esclavo.
Sin embargo, Petty era un tipo audaz, deseoso de vivir aventuras, así
que en 1624 emprendió viaje hacia oriente. Aquella travesía se prolongó
por espacio de ocho años, y en ese tiempo recorrió lugares como
Esmirna, Constantinopla, Atenas y las islas del Peloponeso.
ifras muy inferiores a las reales, y así
adquiría grandes obras de arte que enviaba rápidamente a su señor, el
conde de Arundel.
Normalmente, esta práctica tenía varios riesgos, pero uno de ellos sobresalía por encima de todos
:
las leyes de Venecia, por ejemplo, castigaban con pena de muerte que
los aristócratas de la Serenísima vendieran sus obras de arte a
extranjeros.