Rubén
Darío Salazar Taquechel.
No puedo recordar el 27
de abril de 1963, es imposible, nadie recuerda su propio nacimiento. Caminamos hacia delante, sin
conocimiento de nada, adquiriendo conciencia poco a poco de las cosas del mundo,
hasta que tenemos demasiada razón y nos quedamos sin ese golpe de ilusión de la
inocencia.
Solo recuerdo de mi niñez
un proyector que trajo mi padre a la casa donde vivíamos, en San Pedro, en el
populoso barrio de Los hoyos, de Santiago de Cuba, sitio donde vivieron y
murieron mis abuelos maternos: Ana y Juan, ella una delicada flor y él un tronco
recio de cedro con retoños verdes que admirábamos todos los pequeños y los
grandes de la familia. Recuerdo con nitidez las imágenes de La bella durmiente que mi papá desde el
equipo lanzaba a la pared del cuarto, también la vez que me quemé la lengua con
café con leche, nada más.
El salto de la memoria
llega hasta unos vestuarios del cuento La
caperucita roja tirados en la yerba del Circulo Infantil Sol del mañana, en la zona rural de El
caney. Yo fui un niño seminternado; mi madre me recogía los viernes en la tarde
y me devolvía el lunes. Nunca quería regresar allí, decía que estaba guapo para
esconder las ganas enormes de sentir el olor de mi mamá, de sentirme protegido
por ella como lo hacía con mi hermano mayor, Luisito, que luego murió. Los
vestuarios de La caperucita… me salvaron de la tristeza de regresar al
círculo. Cuando me los ponía yo podía ser otra persona y vivir un mundo
diferente.
Esa sensación se exacerbó
con las visitas al Guiñol de Santiago de Cuba, no el que está ahora en la calle
San Basilio, la céntrica calle a donde fui a vivir desde Los hoyos, sino
otro que estaba en la calle Lacret, frente a un costado de la catedral. Solo
recuerdo fuego y unos muñecos con cabezas como cajas de polvo. Me llevaron a
aprender dibujo en el Museo Bacardí, tuve contacto con la danza, el teatro y la
radio, fueron mis vías de escape fantástico en la primaria. En la Escuela Lidia
Doce, cerquita de mi nueva casa, monté mis primeras obras, eran diálogos que yo
mismo escribía, acercamientos (otra vez) a La caperucita roja o monólogos con
títeres que yo mismo representaba para mis amiguitos del barrio.
El teatro me persiguió en
la secundaria y el pre universitario o yo lo perseguí a él, también la radio, la
declamación, la locución. Algunos lo miraban bien, otros mal, pero yo era feliz;
por eso el teatro le gano al periodismo y estudié 5 años en el Instituto
Superior de Arte de La Habana, el mejor tiempo de mi vida. Si existe el paraíso
y puedo conocerlo no creo que le gane en venturas al período que viví entre 1982
y 1987, en la capital.
Lo que sigue casi todos
lo conocen. Me hice un hombre de teatro en Matanzas. Digo teatro, no teatro de
títeres, el teatro lo contiene todo, los títeres maravillosos y salvadores,
figuras que me han hecho enrumbar mi vida por sus sinuosos laberintos, pasadizos
donde habitan también la danza, la música, la pintura, el cine y la literatura.
No me he perdido buscando completarme en otras cosas, porque la vida, lo
compruebo día a día, no alcanza para mucho. Por eso me centro y saco partido del
arte del retablo, tendiendo puentes con todas las artes. Eso me gusta, me
completa, me realiza, coloca mi autoestima en su justo lugar, no me engaño
queriendo ser quien no puedo ser, en un universo lleno de talentos por doquier.
Zenén Calero, un ser
venido desde una galaxia cercana a la tierra, con las manos y el corazón llenos
de amor y sabiduría, sabe de que hablo, con que sueño, por qué lucho. Él,
junto a un grupo de amigos y colegas, traduce cada día mis alucinaciones y las
junta con las de ellos.
Hacer teatro (de títeres
o del que llaman de actores, como si los titiriteros no fuéramos actores por
igual) se ha convertido en un bálsamo que me alivia de tristezas viejas y
nuevas, como aquellas de la infancia que curé con vestuarios, libros y muñecos.
Soy feliz en la infelicidad que el teatro pueda provocarme, porque sé que mañana
todo será diferente, nunca igual. Las tablas, el retablo, son como la vida, una
ruta que debemos transitar con visiones y ambiciones en justo equilibrio, sopena
de frustrarnos.
No puedo recordar el 27
de abril de 1963, pero mañana, cuando cumpla 50 en la misma fecha del 2013,
recordaré a todos los seres que he querido y amado con más fuerza, lo cual
quiere decir que desde que los encontré viajan conmigo eternamente. La palabra
no es siempre una expresión verdadera, el pensamiento y el recuerdo de lo vivido
es mucho más poderoso. Mañana, mañana no sabemos, pero el ayer fue un hecho
concreto que quisiéramos repetir y es inútil, porque todo cambia cada segundo y
lo único que queda palpitando en el aire es nuestro espíritu indomable,
queriendo ser en el teatro del mundo.
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