sábado, 27 de abril de 2013

Recuerdos, visiones y alucinaciones entre el 26 y el 27 de abril de 2013 .


 Rubén Darío Salazar Taquechel.
No puedo recordar el 27 de abril de 1963, es imposible, nadie recuerda su propio nacimiento.  Caminamos hacia delante, sin conocimiento de nada, adquiriendo conciencia poco a poco de las cosas del mundo, hasta que tenemos demasiada razón y nos quedamos sin ese golpe de ilusión de la inocencia.
Solo recuerdo de mi niñez un proyector que trajo mi padre a la casa donde vivíamos, en San Pedro, en el populoso barrio de Los hoyos, de Santiago de Cuba, sitio donde vivieron y murieron mis abuelos maternos: Ana y Juan, ella una delicada flor y él un tronco recio de cedro con retoños verdes que admirábamos todos los pequeños y los grandes de la familia. Recuerdo con nitidez las imágenes de La bella durmiente que mi papá desde el equipo lanzaba a la pared del cuarto, también la vez que me quemé la lengua con café con leche, nada más.

El salto de la memoria llega hasta unos vestuarios del cuento La caperucita roja tirados en la yerba del Circulo Infantil Sol del mañana, en la zona rural de El caney. Yo fui un niño seminternado; mi madre me recogía los viernes en la tarde y me devolvía el lunes. Nunca quería regresar allí, decía que estaba guapo para esconder las ganas enormes de sentir el olor de mi mamá, de sentirme protegido por ella como lo hacía con mi hermano mayor, Luisito, que luego murió. Los vestuarios de La caperucita… me salvaron de la tristeza de regresar al círculo. Cuando me los ponía yo podía ser otra persona y vivir un mundo diferente.
Esa sensación se exacerbó con las visitas al Guiñol de Santiago de Cuba, no el que está ahora en la calle San Basilio, la céntrica calle a donde fui a vivir desde Los hoyos, sino otro que estaba en la calle Lacret, frente a un costado de la catedral. Solo recuerdo fuego y unos muñecos con cabezas como cajas de polvo. Me llevaron a aprender dibujo en el Museo Bacardí, tuve contacto con la danza, el teatro y la radio, fueron mis vías de escape fantástico en la primaria. En la Escuela Lidia Doce, cerquita de mi nueva casa, monté mis primeras obras, eran diálogos que yo mismo escribía, acercamientos (otra vez) a La caperucita roja o monólogos con títeres que yo mismo representaba para mis amiguitos del barrio.
El teatro me persiguió en la secundaria y el pre universitario o yo lo perseguí a él, también la radio, la declamación, la locución. Algunos lo miraban bien, otros mal, pero yo era feliz; por eso el teatro le gano al periodismo y estudié 5 años en el Instituto Superior de Arte de La Habana, el mejor tiempo de mi vida. Si existe el paraíso y puedo conocerlo no creo que le gane en venturas al período que viví entre 1982 y 1987, en la capital.
 Lo que sigue casi todos lo conocen. Me hice un hombre de teatro en Matanzas. Digo teatro, no teatro de títeres, el teatro lo contiene todo, los títeres maravillosos y salvadores, figuras que me han hecho enrumbar mi vida por sus sinuosos laberintos, pasadizos donde habitan también la danza, la música, la pintura, el cine y la literatura. No me he perdido buscando completarme en otras cosas, porque la vida, lo compruebo día a día, no alcanza para mucho. Por eso me centro y saco partido del arte del retablo, tendiendo puentes con todas las artes. Eso me gusta, me completa, me realiza, coloca mi autoestima en su justo lugar, no me engaño queriendo ser quien no puedo ser, en un universo lleno de talentos por doquier.
Zenén Calero, un ser venido desde una galaxia cercana a la tierra, con las manos y el corazón llenos de amor y sabiduría, sabe de que hablo, con que sueño, por qué lucho. Él, junto a un grupo de amigos y colegas, traduce cada día mis alucinaciones y las junta con las de ellos.
Hacer teatro (de títeres o del que llaman de actores, como si los titiriteros no fuéramos actores por igual) se ha convertido en un bálsamo que me alivia de tristezas viejas y nuevas, como aquellas de la infancia que curé con vestuarios, libros y muñecos. Soy feliz en la infelicidad que el teatro pueda provocarme, porque sé que mañana todo será diferente, nunca igual. Las tablas, el retablo, son como la vida, una ruta que debemos transitar con visiones y ambiciones en justo equilibrio, sopena de frustrarnos.
 
No puedo recordar el 27 de abril de 1963, pero mañana, cuando cumpla 50 en la misma fecha del 2013, recordaré a todos los seres que he querido y amado con más fuerza, lo cual quiere decir que desde que los encontré viajan conmigo eternamente. La palabra no es siempre una expresión verdadera, el pensamiento y el recuerdo de lo vivido es mucho más poderoso. Mañana, mañana no sabemos, pero el ayer fue un hecho concreto que quisiéramos repetir y es inútil, porque todo cambia cada segundo y lo único que queda palpitando en el aire es nuestro espíritu indomable, queriendo ser en el teatro del mundo.

 
 
 
 

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